
incendio la destruyó)
La barraca de calle Chacabuco bulle en la mañana de ruidos, sierras, voces, ajetreos, olores a coigue, raulí y cedro...Un chispazo de memoria me duevuelve a los plácidos años escolares.
El Sr. Ewitt era un viejito taciturno y afeminado, parecía un conde perdido en sus pañuelos de seda y sus ternos italianos, escribía con pluma de tinta y se perfumaba en Casa Flaño, no me cuadraba esa imagen con las clases del taller que nos impartía; en medio de un salón abadonado y mohoso, debíamos aserruchar maderas, comprimirlas en tornos, lijarlas hasta el cansancio, sacarles su belleza... " siga la veta...." nos decía como si puliéramos ébano. Nos hacía comprar en la Botica Victoria tierras para teñir: nogal, laurel, cerezo, cientos de opciones. A veces escuchábamos a Wagner o Bach en su taller. Comprábamos gomas de colores, compases y grafitos en la librería Milán, una pequeña tiendita de útiles escolares donde podíamos transar bolitas de vidrio por pequeños y adorados sacapuntas.
Caminaba todos los días a mi casa en calle Victoria; entonces el Hospital Deformes se alzaba triste y resignado de su próximo destino: la demolición. En sus puertas, seres dolientes entraban y salían buscando sanación.
Los domingos tocaban las campanadas de la Iglesia Los Doce Apóstoles llamando a la misa matinal, mi abuela nunca pisó una iglesia, pero se levantaba con las primeras campanadas a preparar el almuerzo dominical con devoción de ritual, previamente ya había comprado todos los ingredientes en la Feria de la Avda. Argentina, donde había discutido con sus caseros sobre el precio de las papas y las cebollas.

El mediodía llegaba a este barrio alegre y sencillo, la Iglesia de San Juan Bosco aún lucía sus antiguos frisos, arquitectura y su jardín de quietud, antes que el terremoto del 85 la echara abajo sin piedad.
La calle Victoria ofrecía, un día domingo, la única oportunidad de verla en total silencio, los lunes ya comenzaba su trajín de mercaderes árabes y sus tiendas de camisetas y calzoncillos largos, las viejitas de peinado lacado siempre abrían puntualmente; mientras limpiaban las miles de cajitas de botones de colores, cintas y agujas. Los españoles lustraban sus zapaterías olorosas a cera y en los emporios, se cortaban trozos de queso, se esparcía de aserrín la entrada y se ordenaban los dulces de anís y los de violeta que costaban un peso (!).

Pasaba lento el día domingo en mi barrio, pero así era la vida... lenta y dulce como el olor de los kuchenes de mi abuela, la siesta nos preparaba para una nueva semana de exigencias escolares, mientras nos almidonaban los cuellos de las camisas.....